Hacia 1954, en la universidad de Glasgow, yo leía Estudio de la historia de Arnold Toynbee, estaba particularmente interesado en el volumen 9, que acababa de aparecer, y que contenía la duodécima y última parte del inmenso libro: Las perspectivas de la civilización occidental.

A lo largo de su estudio, Toynbee había pasado revista a una veintena de civilizaciones conocidas por la humanidad desde sus inicios. En esta última parte, él se centraba en la última etapa de la civilización occidental, a la que llamaba su fase “postmoderna” (creo que es el primero que ha usado ese término) y que había comenzado en 1919; es decir, al final de una guerra que se había conocido como “la guerra para poner fin a todas las guerras”, pero que desde 1954 podíamos llamar simplemente la Primera Guerra Mundial, considerando, después la segunda, la tercera.

Entre los signos y los símbolos, que había reunido en Glasgow en mi dormitorio de estudiante (un viejo mapa de Escocia, una concha de peregrino, un trozo de cristal de roca...), tenía un medallón que me había dado mi abuelo paterno justo antes de morir, con una extraña sonrisa que mezclaba el humor y la melancolía, él que durante esta guerra de 1914 a 1918, había tocado en la línea del frente, ese instrumento a la vez infernal y trascendental que llamamos cornamusa. En una cara de este medallón, se veía a una muchacha delgada con alas (parecida a la Victoria de Samotracia), en la otra, estas palabras: “La Gran Guerra por la Civilización 1914-1919 (sic)”. Mi abuelo lo llevaba atado a su cadena de reloj, que me había dejado también, como para decirme: vigila el tiempo, – algo que yo siempre he hecho, tomándome mi tiempo, convirtiéndolo lo más posible en espacio.

1919...

Fue en ese año, en la revista Athenaeum de Londres, que Paul Valéry publicó por primera vez, una traducción inglesa, de sus textos sobre lo que él llamó la Crisis del espíritu:

“Nosotras, civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales. Habíamos oído hablar de mundos desaparecidos por completo, de imperios hundidos con todos sus hombres y todos sus artificios; caídos en las profundidades inexplorables de los siglos con sus dioses y sus leyes, sus academias y sus ciencias puras y aplicadas, con sus gramáticas, sus diccionarios, sus clásicos, sus románticos y sus simbolistas, sus críticos y los críticos de sus críticos. [...] Percibimos entre las capas de la historia los fantasmas de enormes navíos cargados de riqueza y de ingenio. [...] Pero después de todo, esos naufragios, no eran problema nuestro. Elam, Nínive, Babilonia eran hermosos nombres vagos, y la ruina total de esos mundos también tenía poca importancia para nosotros como su propia existencia. Pero Francia, Inglaterra, Rusia... serían también nombres hermosos. [...] Vemos ahora que el abismo de la historia es lo suficientemente grande para todos.”

Entre estos observadores cosmogónicos, estas aves proféticas de infortunio, Toynbee se refería en los primeros días de la modernidad a Volney (Las ruinas, 1791) y en los últimos tiempos, a Oswald Spengler, quien había publicado en Munich, en 1917, su libro más importante: La decadencia de Occidente, “esbozo de una morfología de la historia universal”, un libro muy conocido casi convertido en tabú, odiado y rechazado, especialmente por aquellos que no se han molestado en leerlo. Toynbee lo critica por su metaforismo biológico y estacional (la primavera y el invierno de las culturas), pero las tesis de Spengler lo marcaron sensiblemente, su propio estudio es un intento de responder a las conclusiones del alemán. Incluso yo, estoy lejos de compartir las conclusiones de Spengler, pero estudiando en Glasgow, lo había leído con interés, y algunos de sus análisis todavía me parecen agudos, superando con creces muchos comentarios periodísticos y sociológicos. Me limitaré aquí a citar sus últimos comentarios sobre “el mundo formal de la vida económica”: “Los bancos y las bolsas de valores se han desarrollado desde 1789 (gracias a la necesidad de crédito de la industria que crece hasta el infinito) en un poder limpio y con ganas de ser, como el dinero en todas las civilizaciones, el poder único [...]. Civilización significa el estadio de una cultura en que la tradición y personalidad han perdido su valor inmediato, y en que cada idea, antes de concretarse, debe volverse a pensar en términos de dinero.” Me explico, si digo que cuando era estudiante, me interesé por Spengler, fue en el plano del análisis cultural y la vida espiritual. Con lo que difiero radicalmente con él es a nivel de conclusiones prácticas: para Spengler, la única solución que analiza para la caída era una reglamentación draconiana (de la cual, por cierto, el comunismo y el fascismo eran sólo caricaturas siniestras) a las que inevitablemente era necesario resignarse; aquel que todavía hablara de “cultura” (en un sentido distinto al irrisorio) y de “la vida del espíritu (aparte de todos los “espiritismos”) era una persona ingenua, que aún no habría comprendido la amplitud del desastre.

            Yo pensaba haber comprendido el desastre, veía las señales de los tiempos que me rodeaban todos los días en las calles de Glasgow, ya en la última fase de la revolución industrial (y a punto de girar hacia lo post-industrial, dejando al mismo tiempo un cráter material y un vacío cultural), pero me decía a mi mismo que había, tal vez, algo por hacer, mi lema era “a pesar de todo”.

Leía pues a Toynbee y a Spengler y, al mismo tiempo, La riqueza de las naciones de Adam Smith (que había sido profesor de literatura y moral en mi universidad glasgoviana), El capital de Karl Marx, con Los posesos de Dostoievski y Un héroe de nuestro tiempo de Lermontov.

Leía y escribía, con la mente serena, las manos frías, en una habitación fría, mientras que afuera, una niebla amarilla se extendía sobre la ciudad como una condensación mefítica de toda la fantasmagoría de la humanidad.

Lo que escribo aquí se basa en los recuerdos de mis estudios de esa época, en muchas lecturas hechas a partir de ese momento y en mis observaciones posteriores de todas las vicisitudes que tuvieron lugar en la civilización y la cultura.

Entonces, ¿qué fue lo que pudo hacer decir, más exactamente (las habladurías sobre el tema abundan), a un historiador bien informado que la civilización occidental, y no sólo la civilización occidental, sino todo el mundo (completamente occidentalizado), había ingresado a una etapa crítica, climatérica, catastática, catastrófica, llamada “postmoderna” cuyos primeros signos datarían de 1914?

A los ojos de Toynbee, lo que caracterizó fundamentalmente la época fue un fenómeno de desintegración, a todos los niveles.

Para mayor claridad y eficiencia, enumeraré estos planos uno por uno, refiriéndome a Toynbee, extendiéndolos aquí y allá:

1) En el plano metafísico, la unidad había sido garantizada por la ley divina, es decir, una concepción teocéntrica de la vida en la Tierra y la Historia, elaborada por los profetas israelíes e iraníes como un sistema de defensa contra una dominación babilónica. En la literatura, uno naturalmente piensa en la Biblia (Torá, texto de los profetas, escritos hagiográficos y poéticos, libros canónicos, Nuevo Testamento) y en el Corán. Pero en los círculos estrictamente intelectuales, la referencia más frecuente en el transcurso de un milenio, digamos, desde finales del siglo VII hasta finales del siglo XVII, fue el libro de San Augustín De Civitate Dei, cuya última manifestación propuesta había sido el Discurso sobre la Historia Universal de Bossuet (1681): “Esta larga sucesión de causas particulares que hacen y destruyen imperios depende de las órdenes secretas de la Divina Providencia.” A partir de esta fecha, con la llegada de los deístas (que hacen de Dios una especie de monarca constitucional), seguido por los agnósticos, los escépticos y los ateos (intelectualmente fortalecidos por el renacimiento del pensamiento helenístico en Italia), si el discurso teocéntrico iba a disfrutar aún de reconocimiento en las iglesias y en los sermones evangélicos, la historia del mundo ya no sería concebida por nadie en términos providenciales. Por lo tanto, la desintegración gradual y la liquidación repentina de la Weltanschauung teocéntrica.

2) En el plano humanista, la Divinidad cede el puesto a la Razón, razonable, raciocinante y, en París, Edimburgo y Londres, cortés. El 11 de septiembre de 1750, en la Dorboña, Turgot declara: “Poco a poco todo se aproxima al equilibrio, y a largo plazo adopta una situación más estable y más tranquila.” Este es el mismo sentimiento que encontramos en Edward Gibbon, quien en Lausana, en 1787, añade los toques finales a su estudio de la decadencia y caída del Imperio Romano, es decir, la fase final de la desintegración de la civilización helénica y la debacle de una cultura, sin preguntarse en lo más mínimo si tal cosa (“el más horrible espectáculo de la historia de la Humanidad”) podría llegar a su propia civilización, si tal análisis pudiera aplicarse a su propia sociedad. Al contrario, este inglés erudito, guarda absoluto silencio, convencido de que en el mejor de los mundos todo ocurre para bien, que las artes, las ciencias y las costumbres están en constante progreso, y que la humanidad se perfecciona a la vista... Como sabemos, esta convicción de que el mundo humano iba a sufrir una evolución ordenada, racional y pacífica, dos años más tarde, recibió un impacto del que nunca se recuperó: la evolución se transformó en revolucionarismo, la Razón se convirtió en Diosa Razón, para luego transformarse en diosa del Terror apresurando a ahogar con entusiasmo las ideas de los Ideólogos, en un charco de sangre.

3) En el plano político, las ciudades-estado (Ur, Atenas, Roma) obtuvieron y mantuvieron un orden y una unidad, posteriormente, a partir del siglo XVIII, por las naciones-Estado (especialmente Francia e Inglaterra), éstas se convirtieron del mismo modo en los imperios austrohúngaro y otomano, en Estados universales antes de ceder el paso a las Potencias mundiales, los Estados Unidos y la Unión Soviética, con sus satélites y sus protectorados (reservas de recursos) seducidos por la idea de la Revolución comunista o por el ideal de la Democracia, estas dos religiones políticas de la humanidad, una concebida en términos de poder colectivo, la otra en términos de empresa individual. De ahí los conflictos fuera y dentro de los Estados-nación, varios estratos sociales (aristócratas, burgueses, proletarios), que encontramos, más disimulados, en las potencias mundiales, los Estados Unidos y la Unión Soviética. Luego, con el declive y la caída de las potencias mundiales (la Unión Soviética desparece repentinamente como una estrella muerta, los Estados Unidos se convierten en un espejo donde se reflejarían, magnificarían, todas las ilusiones y deformidades de la humanidad), un resurgimiento del nacionalismo basado en una ideología identitaria. Conflictos de soberanía en el extranjero, conflictos de clase internos, muchos organismos unificadores tales como la Naciones Unidas o el Proyecto Europeo no han encontrado (¿aún?) sus huellas, su paisaje o su horizonte. Impresión creciente de que se acabó la política, resta únicamente una sociología descerebrada, rodeada de habladurías periodísticas.

4) En el plano económico. La economía adquiere cada vez más el lugar de la política. Si ella se aliase con la ecología, esta asociación podrías ser el comienzo de una salida. Sin embargo, a pesar de las buenas intenciones, una proliferación de los discursos y de numerosos incidentes esporádicos, éste no es el camino que ha adoptado la sociedad. Durante el período de la antigua civilización helenística, cuyas huellas persistían aquí y allá, el crecimiento económico en el plano público y las ganancias en el plano personal no reglamentaban la vida. Pero estos dos impulsos combinados iban a crecer más y más fuertes. Al momento de la Revolución Industrial, se había convertido en una pasión, en una obsesión. Adam Smith había estudiado los mecanismos. Karl Marx había denunciado las fallas. En el escenario de la era postmoderna, donde ya no había más actores políticos (excepto en las planchas), los capitanes de la industria habían dado paso a actores financieros y agencias que maniobraban entre bastidores. El capitalismo se había convertido en una potencia autónoma y el mundo en un casino. 

5) En el plano de la tecno-ciencia. En la antigua China, se distinguía entre el “camino de la vida” (tao) y las herramientas, con énfasis en la primera, incluso si eso significa reducir las siguientes. Esta distinción no tuvo lugar en el Occidente (e iba a ser descartada, olvidada, también en el Oriente). El Homo mecanicus estaba en camino, y la conquista gradual de la Naturaleza no humana estaba en pleno apogeo. De Descartes a Einstein pasando por Newton, no sólo estudiamos las “leyes de la naturaleza”, sino que queríamos controlarlas, y las intervenciones se hicieron cada vez más frecuentes, el clímax fue la desintegración del átomo y la devastación de Hiroshima y Nagasaki. Lejos de conducir a un paraíso técnico, el sueño constante de ciertos positivistas obstinados, se plantea la cuestión de si la tecno ciencia no amenaza la supervivencia de seres humanos y no humanos, orgánicos e inorgánicos.

6) En el plano del intelecto. Si el continente de la Razón fue erosionado, primero por la antropología, luego por el psicoanálisis, revelando capas del ser humano impermeable a la ciencia de la lógica y dejando la puerta abierta a toda una cohorte de fantasmas y de mitologismos, el intelecto, en el sentido más amplio, tenía que encontrar un país. El mundo exterior y sensible desaparecía inexorablemente, él podía o refugiarse en el intelectualismo, o jugar un rol en la inteligencia social, o vagar por la periferia de lo que aún quedaba del territorio virgen.

7) En el plano de la cultura. En uno de los libros más hermosos sobre el estilo, el de Dionisio Longino (siglo II), éste hace referencia a un diálogo entre un autor y un filósofo sobre la decadencia literaria. Según el filósofo, la razón es la pérdida de la libertad política. Esta no es razón suficiente, responde el autor, la raíz del mal yace en un nivel más profundo. Puesto que toda referencia a un nivel del espíritu, a un estilo de pensamiento y de expresión será rápidamente estigmatizada en nuestro contexto actual como elitista, estetizante, e incluso reaccionaria, divorciada de la vida humana, de la realidad del hombre, de los avances de la política y de la sociología, hablemos de política y de sociología. Cabe recordar que al final de su tratado sobre política, Platón preveía la posible aparición de una “república de cerdos”. En Inglaterra, lejos de la Grecia antigua de Platón y de Longino, Francis Bacon, ante el oscurantismo religioso y una confusión mental general, elabora en El avance del aprendizaje (1605), un programa de trabajo para las generaciones futuras, si ellas no quieren caer en la estupidez y la estupefacción total. En los ensayos que acompañan el análisis del Capitalismo, Adam Smith dice que si los únicos valores que quedan son los del capitalismo, pronto llegará el momento en el que la educación será despreciada y los libros se venderán en el mercado como calcetines. Karl Marx leía a Esquilo una vez al año, y Lenin instó a cada comunista a cultivarse al máximo mientras le quedara tiempo, es decir mientras que la resistencia a los países capitalistas no les exigiera toda su energía. En los regímenes comunistas, se iban a olvidar esas recomendaciones. Pero si descuidamos la cuestión de la capacidad del individuo para utilizar estos pasatiempos en pro del desarrollo de la mente y del ser (lo que implica educación y autoeducación), la creación cultural será nula. Claro está, podrá haber “creatividad” (hay muchas más), pero sin substancia y sin fundamento. Agregue a esto el hecho de que “la industria del entretenimiento” estará allí para vender una plétora no sólo de ruidos e imágenes, sino de todo tipo de juguetes, y el resultado será a la larga un infantilismo generalizado.

8) En el plano del porvenir, no sólo las perspectivas no eran geniales, sino que apenas estaban abriéndose. Se hablaba mucho del “fin de la historia”. Esta noción, que flota en el aire desde hace algún tiempo, con varias connotaciones. Como vimos, tanto en Gibbon, como en Turgot, significaba un estado de perfección estática y de satisfacción total. Si Gibbon iba a cambiar de opinión, la sensación, o por lo menos la noción, perduraría en Inglaterra hasta finales de la era victoriana. En su historia de Inglaterra (1066 and All That) desde la conquista normanda hasta 1897, el año de jubileo de diamante de la reina Victoria, los autores, Sellar y Yeatman, podían escribir con cierta ironía: “He aquí la última palabra, la historia ha terminado.” Cuando la historia reapareció en 1914, era difícil de sostener la noción “fin de la historia”, sin embargo continuó reinando una cierta complacencia filistea o sofisticada. En el Continente, Hegel había visto con Napoleón llegar un “fin de la Historia”, es decir, el final de una Historia absurda, sin sentido, y el establecimiento de un orden progresivo: el Espíritu del mundo (Weltgeist) soplaría en Europa antes de emigrar a América... Fue sólo después de 1945 que la noción adquirió un significado completamente diferente. Ella significa entonces el fin de toda formación sensible, la convicción de que todo se ha dicho, todas las grandes historias se han agotado y sólo queda repetir, apilando una cosa sobre la otra, asociando objetos al azar, en una carrera desbocada. Aquí están Deleuze y Guattari, en El Anti-Edipo (1972): “Si el capitalismo es la verdad universal, lo es en el sentido en el que el es el negativo de todas las formaciones sociales: él es la cosa, lo innombrable, la decodificación generalizada de los flujos que lleva a comprender a contrario el secreto de todas las formaciones, codificar los flujos, y e inclusive remarcarlos antes de que algo se escape a la codificación. No son las sociedades primitivas las que están fuera de la historia, es el capitalismo el que está al final de la historia.”

He aquí, en unos pocos párrafos, la historia de nuestra civilización y el estado del mundo actual.

La pregunta que surge es la siguiente: ¿qué hacer a partir de todo esto, con todo esto, eventualmente más allá de todo esto? Algo así como una evolución creativa (tomo el término de Bergson) ¿es ella posible?

Es una pregunta abierta.

Para regresar a Toynbee, al final de su estudio de la historia del mundo, él evoca lo que él llama “la odisea espiritual de Occidente”. La primera referencia es a estos marineros griegos del siglo VI a.C., quienes, en vez de ser subyugados por la dominación de los aqueménidas, dejaron su patria jónica para aventurarse hacia el oeste, a través del Estrecho de Mesina, entre la roca de Escila y el remolino de Caribdis, pero deteniéndose en las Columnas de Hércules, que toda la cultura griega (Píndaro en mente) aconsejó no exceder estos límites.

De existir una posibilidad de futuro deseable, Toynbee no la veía sino en los nuevos “navegantes en las aguas de la Historia”, los navegadores intelectuales y poéticos son intrépidos, capaces de atravesar por estrechos difíciles, camino a un espacio abierto y posiblemente a otro mundo.

 

Kenneth White

(Extracto de las Lettres aux derniers lettrés, Éditions Isolato, 2017)