Hablamos mucho de cultura. En las civilizaciones avanzadas, esto está en vías de convertirse en la preocupación primordial. Pero la acumulación cultural en sí no conduce a nada. Lo que nos hace falta –más allá de todas las “destructuraciones”, más allá de todos los “posmodernismos”- es un nuevo contexto global: el horizonte de un mundo. Es en este orden de investigación (muy abierto, aún no definido) en el que se ubica la geopoética.

 

Los primeros pasos del gran camino geopoético, al menos los primeros en reconocerse y proclamarse como tales, remontan a 1979. Ese año, en un breve texto, que apareció en una pequeña colección, Qui Vive, yo escribía: “Otoño 1979. Viajo por las Laurentides, por la orilla norte de la costa del San Lorenzo, en ruta hacia el gran espacio blanco del Labrador. Una nueva noción en mente: la de geopoética. La idea de que hay que salir del texto histórico y literario para encontrar una poesía de gran altura, donde la inteligencia (inteligencia encarnada) fluya como un río. ¿Quién vive? Sí, ésa es la pregunta. O se trata más bien de una llamada. Una llamada que incite hacia el exterior. Cada vez más distante. Hasta no ser más esta persona conocida, sino una voz, una gran voz anónima que llega desde la orilla, nombrando las diez mil cosas de un mundo nuevo. Es necesario que eso comience en algún lugar. Quizás aquí, y ahora…”

 

Efectivamente se trata, en un primer tiempo (y hay que volver siempre a los “primeros tiempos”), de viaje. Pero de un viaje muy particular, con exigencias bien particulares: no solamente el informe acerca del desplazamiento, sino también el itinerario intelectual, fundado sobre una concepción nueva de la naturaleza de las cosas. Hacía falta el blanco, el vacío (un vacío lleno de olas!), hacía falta un lenguaje que salga de las rutinas, un espíritu que salga de los carruseles, un estilo saltarín. Cuando Doughty, uno de los más grandes “escritores viajeros” que conozco, autor de Arabia Desierta (que hay que leer íntegra, y no, o no solamente, en la versiones abreviadas que circulan), echa, hacia el final de su vida, una mirada sobre los múltiples caminos recorridos, y declara sin ambigüedad que él ha viajado siempre en búsqueda de una poética.

 

Entendámonos, e insistamos en esto, para que la situación sea clara. Aquí no se trata de hacer una defensa de la poesía. Tal cual se practica casi siempre, no es en la poesía que encontramos la poética a la que hacemos referencia. He encontrado, por mi parte, muchos más elementos en donde uno menos se lo imagina: en los estudios de geología, de física, de botánica, más aún en los textos que se salen de todas las categorías, de las disciplinas, y que difícilmente se identifican con un nombre – pienso, por ejemplo, en Protogaia de Leibniz.

 

Recuerdo todavía lo que leía, a comienzos de los años 60, en el Grand Recueil de Francis Ponge: “La esperanza está en una poesía por medio de la cual el mundo invada el espíritu del hombre, a tal punto, que lo haga olvidar la palabra, luego reinvente una jerga… Los poetas no tienen que ocuparse de sus relaciones humanas, sino hundirse en el trigésimo sexto sótano… Ellos son los embajadores del mundo mudo. Como tales… ellos balbucean, ellos murmuran, ellos se hunden en la noche del logos – hasta que al fin se hallen a nivel de las RAÍCES, donde se confunden las cosas y la manera de nombrarlas. Es por esta razón, por la que la poesía tiene mucha más importancia que ningún otro arte, que ninguna otra ciencia. He aquí también porque la verdadera poesía no tiene nada que ver con la que encontramos actualmente en las colecciones poéticas. Ella es la que no se concibe como poesía. Ella está en los obstinados borradores de algunos maníacos del nuevo hallazgo.”

 

Yo podía, y puedo, no estar totalmente de acuerdo con algunas de estas fórmulas. Yo podía, y puedo, pensar que la poética de Ponge, en sí, deja aún mucho que desear. Pero el sentido general de sus observaciones me convenía, me sigue conviniendo, todavía. La geopoética reconoce en él una de sus fuentes, una de sus confirmaciones. Y ella encuentra otras en Roger Caillois (“hacer de la poesía únicamente un lujo o una fantasía de la sola especie humana sería disminuirla”), en Saint-John Perse (“la gran escritura de las cosas”) en muchos otros espíritus diseminados en el espacio y en el tiempo. Es bien evidente que un concepto de este género no se inventa ex nihilo. Él está fundado sobre un re-conocimiento, él revela elementos aún no reconocidos, él hace la síntesis, o más bien logra una coherencia abierta, con miras a un mundo.

 

Un mundo es el que emerge de la relación entre el hombre y la tierra. Cuando esa relación es sensible, inteligente, compleja, el mundo es mundo en el sentido profundo de la palabra: un espacio hermoso donde vivir plenamente. Cuando esa relación es simplista y banal el mundo es absurdo, hasta repulsivo, y todo discurso “cultural” es redundante. Ésa es ciertamente la impresión que podemos tener hoy, al mirar alrededor de uno. A tal punto que, a veces uno pudiera preguntarse, si hacer eso públicamente vale verdaderamente la pena, sea lo que sea. “Un sueño bien ebrio sobre la playa”  expresaba ya, Rimbaud. Y Hölderlin : “¿Para qué ser poeta en un tiempo de carencia ?” En el peor de los casos, digamos que con los Cuadernos de Geopoética, con el Instituto de Geopoética, que reúne individuos de todas la orillas, de todos los países, que piensan más o menos según los lineamientos que acabo de indicar, se trata por lo menos de crear una resistencia heroica. 

 

Pero, al mínimo, pudiera tratarse realmente de un “mundo nuevo”. Porque mientras la escena sociocultural general está cada vez más golpeada por la indigencia, tanto, que en las áreas retiradas, a causa de la prolongada ausencia de comunicación, se han elaborados trabajos y exposiciones que alteran completamente las ideas recibidas, rompen totalmente con los comportamientos establecidos, abren perspectivas inauditas. La meta de los Cuadernos, y del Instituto, al presentar analogías o prefiguraciones surgidas aquí y allá, es la de reunir estos trabajos y, gracias a ellos, abrir un nuevo espacio cultural, al lado del cual surgirá cada vez más claro una triste y siniestra caricatura: el residuo de la historia.

 

Ensayemos otra cosa.

 

Para estos Cuadernos, he convocado a gente, artistas, escritores o científicos, a veces artistas, escritores y científicos, cuyos trabajos me parecían girar, de una u otra manera, alrededor de la idea que yo me hago de la geopoética. Algunos textos me parecen más cercanos al propósito esencial que otros. Lo fundamental, por el momento, es que sintamos una emergencia, y la posibilidad de una convergencia.

 

Aún nos hace falta la poética de una nueva política (yo percibo, organización general). A la salida de 1989, evidente recuerdo de la Revolución, intentamos algunas fórmulas. Edgar Morin hablaba de un “patriotismo terrestre”, Michel Serres de un “contrato natural”. Esas dos expresiones son bastante acertadas, pero aún están muy unidas a sistemas caducos. No puede tratarse ni de “patriotismo”, ni de “contrato”. Para comenzar de veraz, pensemos más bien, en términos de cartografía (coordenadas del espacio, identificación de lugares, escritura de territorios). Después de todo, la primera formulación de los derechos del hombre (se trata ahora, no de sublimar ni suprimir sino de restituir) no data de 1789, sino de 1215. Yo pienso en la famosa Carta Magna.

 

La ambición de los Cuadernos de Geopoética es la de elaborar, desde un punto de vista que no sea solamente aquel del Hombre, una magna mundi carta: un gran mapa, una gran carta del mundo.

 

Veremos.

Kenneth WHITE