Kenneth White ha sido calificado del “mayor poeta vivo en lengua inglesa” (Le Nouvel Observateur) ;  en La Sorbona es el profesor que imparte “Poesía del siglo XX”.

Premunido de nada más que palabras, atravesó recientemente todo el continente europeo, deteniéndose en pueblos y aldeas, sin apuro. La Carte de Guido (un pélerinage européen) se llama el libro donde plasmó su experiencia inspirada en el viaje de un monje medieval. Casi diez siglos después, White se preguntó qué queda de Europa.

 

El monje Guido cruzó Europa con inocencia descubridora y asombro maravillado: ¿Cómo sería ese viaje hoy día? Desde que White supo de este  monje – que no es el mismo que el italiano “padre de la música" -, la pregunta empezó a rondarle.

Después de todo, ha sido el norte de su vida. La celebridad de White viene, justamente, de su sensación de que Europa está en extinción.

No bastan algunos o muchos parques nacionales cuando los paisajes cotidianos de la gente, en las ciudades y en los campos, ésos que inspiraron a novelistas y poetas, músicos y pintores, están desapareciendo detrás del escenario tecno-industrial.

Kenneth White se ha pasado media vida viajando, desde que salió de su Escocia natal y se instaló a los pies de los Pirineos: ¿Por qué no lanzarse de nuevo a los caminos y ver en qué está transformada Europa?

Uno puede sentirse bastante torpe al seguir su astuta  bitácora, con precios tan bajos  fuera de temporada, por ciudades y pueblos que fueron claves y ya no lo son, dialogando en hoteles casi vacíos con mozos y recepcionistas contentos de tener alguien, en fin, luego de semanas de soledad, con quien hablar.

Tal como él se inspiró en Guido, dan ganas de seguirlo a él, exactamente por la misma ruta que inició en su roca basal: la Glasgow de sus ancestros, donde aprendió a mirar, respirar, comer, oír, oler…, y se llenó de curiosidad por asomarse al mundo.

Su habitación de adolescente se inundó de mapas y libros de viajes.

Como alguien que ha escrito más de 30 libros, el espectáculo de Europa, de su Europa tan viajada, leída y pensada, le acelera la pluma: esperemos que alguna editorial lo lance en castellano.

           


Porque es difícil encontrar un “peregrino” del siglo XXI tan bien preparado para esa aventura, esa navegación en solitario a través de un invierno del hemisferio  norte, desde las costas inglesas a las balcánicas, subiendo a Escandinavia y bajando al País Vasco.

Escocés, le gusta el frío. Lo ventoso, brumoso. Esa violencia elemental del “Génesis frío” que encuentra, solamente, en el norte de Europa (aunque tras recorrer los continentes le falta llegar al Cono Sur americano para conoces este otro Génesis frío, que lo llama a gritos;  lee Cabo de Hornos, del Estrecho de Magallanes, y sufre).

Algunas imágenes de su periplo. Conversar con unos jóvenes una tarde balcánica, de tierra asolada, y ver que uno ha escrito en el muro: “La vida es para todos, pero la muerte nos escoge uno a uno”. Subir lentamente la colina de Duino que lleva al castillo de los Tour y Taxis donde Rilke escribió la primera de sus Elegías del Duino. Sentarse junto a un canal en Venecia y ver cómo un artista chino asimila ese paisaje en una acuarela. Conseguir que un monje le abra un bellísimo templo románico y masticar esa soledad lejana a toda ruta turística, olvidada, de otro siglo. Seguir la cuenca vasca del río Deva hacia arriba, hasta su origen, pensando en la Diosa Madre de los celtas: Deva. Sentirse en casa al desencadenarse un aguacero con olor a humo justo al entrar a Dublín. Cerrar los ojos para oír mejor cómo hablan unos franceses sobre  lo mucho que beben los suecos. Sentir que conoce una plaza y no poder  dejar de ir a verla al día siguiente, y al otro, y otro: como un adicto, poseso, amante.

Ir a Bruselas e instalarse con calma en la Albertina, la Biblioteca Real, para conocer, con temor, el Guidonis liber o Libro de Guido, obra de los inicios del siglo XII de ese monje misterioso que lo empujó a iniciar este viaje, ese monje que se interesaba en la gastronomía, la toponimia, la historia, las costumbres, todo. Lo humano.

¿Qué nos provoca un lugar?

¿Qué resonancia despiertan algunos, como si los hubiéramos conocido en otra vida, o como si hubiésemos nacido para estar justamente ahí, ese día? Como si nos completaran no solo ciertas personas, sino también ciertos lugares.

¿Tenía que ir White a Bruselas? No podría no haber ido. Ortelius d’Anvers, que era belga, dibujó el primer atlas; Gerardus de Mercator, el cartógrafo de la célebre Proyección de Mercator – el arrogante europeo que agrandó su continente y achicó América del Sur…-, era belga.

Alguien lo ve en la Biblioteca Real mirando mapas y lo invita a visitar un coleccionista. Mapas del siglo XV, que parecen sueños de los deseos del ser humano, o de sus pavores.

¿Por eso se viaja?

White sigue su camino. Y uno se queda pensando porqué es Bruselas la capital de Europa, porqué está ahí el Parlamento Europeo, porqué la OTAN, porqué más de mil organismos internacionales, porqué nació ahí la belleza refinada del Art Nouveau cuando el resto de Europa se hundía en el áspero hierro tecno-industrial que, tarde o temprano, iba a amenazar al propio corazón de Europa.

Uno se queda pensando por qué uno no conoce Bruselas.

El viaje es errático. Va sucediendo, tiene vida propia. Le gusta recordar a White que Toynbee había observado que en la historia de la cultura occidental son los erráticos, los exploradores sin mapas ni itinerarios, los que tratan de hacerse un camino donde no lo hay, quienes protagonizan el hallazgo de lo nuevo.

¿No dijo Heidegger que el ser errático, el que parece no tener dirección ni orientación, está cada vez más cerca de un lugar al que realmente pueda llamar propio?

Es lo que sucede con este libro, en que va surgiendo una Europa cercana de pueblos y seres sencillos, que gozan de una plenitud a espaldas de los acontecimientos, de las tendencias.

También recuerda White que, en el Génesis, Caín es el constructor de ciudades. Abel, por ahí llamado “el viento inútil”, es el nómade errático que va de pozo en pozo. En la Biblia, el que abre caminos es más querido que el que echa raíces…

El artista es un viajero, un nómade intelectual.

Es evidente el amor de White por las tierras frías, y en eso está cerca de Rimbaud:

“Si los grandes hielos
no han mordido las ramas,
¿cómo puede el brote del ciruelo
ser fragante?

Ironiza con que Nietszche celebraba la luz y el sol que daban vida a los intelectos, en Atenas, Jerusalén o la Provenza, pero escribió sus mejores textos en las heladas montañas de Suiza.

Ama el invierno, “la estación de los secretos” en la cosmovisión de los sioux. El vacío y el silencio del paisaje favorecen la meditación, la concentración, la expansión de la mente. Es más, cuando un día se interrumpen las nieblas  y el cielo se deja ver, hay una limpieza, un esplendor de la luz, que parece no tener igual en ninguna otra latitud.

White, que ha hecho las rutas más impensadas por los viejos continentes, ensueña el extremo sur de América: asomarse a sus hielos desconocidos, a los temporales de Humboldt, tal vez tener la fortuna de una autora austral así llamada en homenaje a la diosa romana del amanecer.

Su libro termina en Escocia, de nuevo en su tierra natal, lo que es altamente simbólico. El viajero de los mundos, finalmente, está afinando sus sentidos para contemplar, en toda su plenitud, el lugar en el que vio su primer amanecer. Sólo entonces está dispuesto a la transacción final, a la negociación última:

Morirse  con el corazón ligero.

Y no antes. Ahora que ya lleva Europa en su corazón, puede venir a estas otras tierras. Ya está listo para partir. Europa no está muerta.


Miguel LABORDE
Desde El Observatorio