Preámbulo

 

En términos globales, la literatura de nuestra época deja, por así decirlo, mucho que desear. Ella ofrece un espectáculo de popurrí confuso, en parte trivial, en parte inexpresable. Las librerías acumulan de todo sobre sus anaqueles, al menos desde hace un tiempo – las bibliotecas hacen lo mismo, de una manera más permanente. Para deshacerse de una reputación de nostalgia polvorienta, y con el fin de sentirse “conectadas” con la actualidad, las secciones literarias de las universidades proponen cualquier cosa (según métodos psicoanalíticos, semióticos, etc. – alardeando su cientificismo). En cuanto al contenido de estas producciones que yo califiqué de “confusa”, “trivial” e “inexpresable”, éste consiste en una suerte de mezcla psico-sociológica y sentimental, que avalamos concienzudamente añadiendo, dependiendo de cada caso, diversas dosis de color local, persuadiéndose así que se realiza un trabajo cultural.

Frente a esta situación, tomo de la sección de “teoría literaria” de mi biblioteca, los libros de dos autores que han hecho propuestas, cada uno a su manera, publicando: Literatura y Revolución de León Trotsky y El espacio literario de Maurice Blanchot.

Trosky habla en nombre de un “nuevo principio histórico”, el socialismo: «La Revolución derrocó la burguesía, y ese hecho decisivo hizo irrupción en la literatura. La literatura que surgió alrededor de un eje burgués desaparece. Todo lo que se mantuvo más o menos aceptable en el dominio de la cultura, y eso es particularmente cierto en la literatura, se intentó y continúa intentando encontrar una nueva orientación. Como la burguesía ya no existe, el eje no puede ser otro que el pueblo sin la burguesía. ¿Pero qué es el pueblo? En primer lugar, el campesinado y, en una cierta medida, los pequeños burgueses de las ciudades, a continuación los obreros que no se pueden separar del protoplasma popular del campesinado. Eso es lo que expresa la tendencia fundamental de todos los “compañeros de viaje” de la Revolución.»

Durante mucho tiempo sentí una cierta afinidad hacia este “compañerismo”, en teoría más libre, de pasos y caminos (“libertad total de autodeterminación en el dominio del arte”), que la burocracia literaria del realismo socialista instalada por Stalin. Pero el camino de los compañeros de viaje llegó rápidamente a su fin. Aparte de los burócratas, pronto no quedaron sino los místicos, los de Dios y los del Vacío.

En el umbral del “espacio literario” de Blanchot, espacio caracterizado por “la soledad esencial”, se encuentra Malarmé, y junto a él Kafka, con un tal Rilke y un tal Hölderlin. Ciertamente este “espacio literario” existe fuera del volumen de la literatura, lo que le otorga una calidad, pero su existencia es cada vez más incruenta, y los temas tratados, cada vez más obsesivos, son aquellos de la ausencia, de la desgracia y de la muerte : “Desafortunadamente, mientras profundizaba el verso hacia ese punto, encontré dos abismos que me desesperaban”, decía Mallarmé. Aquí la autonomía roza con el autismo : “Escribir comienza sólo cuando escribir es la aproximación a ese espacio en el que nada se manifiesta, allí donde en el seno de la disimulación, hablar no es sino la sombra de la palabra, lenguaje imaginario y lenguaje del imaginario, aquel que nadie habla, murmullo de lo incesante y de lo interminable...” El “espacio literario”, como lo concibe Blanchot, puede muy bien constituir un momento específico de un recorrido, no es mensajero de energías, tampoco es modelador del mundo.

A continuación, intentaré sugerir otra vía.

 

1. Salir de la literatura

En el contexto francés, el deseo de salir de la literatura (ese “diluvio sin paloma” decía Raymond Schwab) se hace sentir desde finales del siglo XIX. Evidentemente, pensamos en primer lugar en la famosa frase de Verlaine: “ Y todo lo demás es literatura.”

Extrayendo esta frase del uso banal, de su reducción a un cliché desprovisto de sentido, cito su contexto:

 

Antes que nada la música

Y al imparisílabo favorece

Más grave y más soluble en el aire,

Sin nada que pese o plantee.

 

Tienes que ser hábil

En la elección de tus palabras:

Nada más hermoso que el canto gris

Donde se une Indeciso a Preciso.

 

Esos hermosos ojos velados,

Es la luz titilante del mediodía

Es, por un tibio cielo de otoño

El desorden azul de las estrellas brillantes!

 

[...]

 

Que tu verso sea la buena nueva

Esparcida por el viento matinal

Donde aroman la menta y el tomillo

Y todo lo demás es literatura

 

El Arte poética de Verlaine se ubica en modo menor, y bajo el signo del humor – hace rimar, a ultranza, un poema contra la rima. Pero vale la pena examinar este poema de cerca. Se observa el rechazo de toda retórica pesada (“todo lo que pese y plantee”), pero sin renunciar a la gravedad. Sin exagerar demasiado, podríamos decir que, fundado en lo impar, el lenguaje está abierto al cosmos. (Numero Deus impare gaudet, dice Virgilio en las Éclogues) – no un monumento de bronce, sino un movimiento que se une a la inmensidad: “La buena aventura esparcida por el viento matinal”. Recordaremos asimismo el concepto de una expresión ubicada en algún lugar entre lo preciso y lo indeciso, reuniendo las dos: “El desorden azul de las estrellas brillantes”.

Sin duda, próximo a Verlaine, está Rimbaud, mucho más enérgico que su cómplice de una época, y mucho más directo e incluso brutal: “Muchos escritores, pocos autores”, dice sin rodeos. Residente, durante poco tiempo, de una ciudad que gentilmente llama “Parmerde”, manifiesta en una carta su disgusto por los brebajes literarios, declarando que prefiere con creces “los ríos de las Ardenas”. Él mismo, después de escribir el informe ardiente, el carné estridente de su “temporada en el infierno”, iba a intentar lo que quizás podríamos llamar una “iluminatura”, antes de rechazar el arte como “tontería” y de irse a las mesetas desérticas de Abisinia para sumergirse en un árido silencio donde el comercio convive con la ascesis.

El surrealismo toma el relevo de Rimbaud. Es en abril de 1919, en el Hôtel des Grands Hommes, en la Plaza del Panteón en París, que André Breton y Philippe Soupault iniciaron las primeras experiencias de escritura automática, el “dictado del inconsciente”.

En el manuscrito que escribe Breton, cuando lee a Louis Aragon, precisa que esas páginas no deben considerarse como “literatura”. En efecto, no se trata “de literatura”, son campos magnéticos: “Nos aproximamos al final de la Cuaresma. Nuestro esqueleto se transparenta como un árbol a través de las auroras sucesivas de la carne…” Aragón iba a escribir años más tarde (mayo de 1968, en Les Lettres françaises), que fue “el monumento en los albores de este siglo alrededor del cual gira toda la historia de la escritura, y no el libro por el cual Stéphane Mallarmé quería que se acabara el mundo, sino por el que todo comienza”. Las primeras páginas de los Campos magnéticos aparecieron en el n° 8 de la revista Literatura, llamada así en broma. En el n° 11-12 de la segunda serie de esa revista, bajo el título “Erutarettil” (“littérature” a la inversa), encontramos una lista de autores de todos los países y de todas las épocas considerados como los precursores del surrealismo: Hermes Trimesgistro, Swedenborg, Lautréamont… Ninguno de ellos es un “literato” en el sentido convencional de la palabra.

 

El campo (Claro de Tierra, Pleno Margen) está abierto:

 

La viajera que atravesó les Halles al final del verano

Caminaba sobre las punta de los pies

La desesperación hacía girar en el cielo sus grandes aros hermosos

En la cartera estaba mi sueño ese frasco de sales

Que sólo inhaló la madrina de Dios

El sopor se extendía como el vaho

En Au Chien qui fume

Donde acababan de entrar el pro y el contra

La joven mujer sólo podía ser vista mal y de reojo

Yo trataba con la embajadora del salitre

O con la curva blanca sobre un fondo negro que llamamos pensamiento...

 

 

2. De la literatura a la escritura

En algún lugar, Oscar Wilde evoca, con humor y no sin concesiones, el trabajo del escritor: por la mañana insertar una coma en una oración y por la tarde eliminarla, después de muchas reflexiones y con una sensación de angustia. Por el contrario, sin dejar de lado el papel de las comas, por el contrario, en el caso de la escritura, es necesario tener siempre presente la idea de que su meta original es ubicarnos en un espacio, que no es únicamente un espacio literario.

Yo diría que comenzamos a escribir (poéticamente) cuando no podemos registrarnos en ninguna parte – cuando los espacios de inscripción se han vuelto irrespirables, invivibles. Yo diría también que la escritura geopoética es, ante todo, un intento de ubicarse en un espacio, el más amplio posible. Es la manera de abrir un mundo.

Pero antes de irradiar, hay que radicalizar.

El Grado Cero de la escritura de Roland Barthes (1953) es “una reflexión libre sobre la condición histórica del lenguaje literario”. Barthes habla de un cierto impasse de la literatura “condenada siempre a interpretarse ella misma a través de un escrito que no puede ser libre”.

Esta literatura, esta escritura, se remontan al siglo XVII. Es la escritura clásica – en primer lugar la de la Corte, luego la de la burguesía. Lo que la distingue-, en el fondo, es la “mitología esencialista del hombre”. Caracterizada por el pasado narrativo, que, según Barthes “forma parte de un sistema de seguridad de las Bellas Letras”, soporte de un mundo construido, desarrollado, “exento del estremecimiento de la existencia”, la novela es el resultado final. La revolución proletaria, al no haber sido lo suficientemente radical, no cambió nada: los revolucionarios “no pensaron en absoluto en cuestionar la naturaleza humana, menos aún su lenguaje”, como máximo, agregaron a la mitología esencial un cambio de escenario, elementos de color local, una dosis de miseria psicosocial. “Quizás haya en esta sabia escritura de los revolucionarios, el sentimiento de impotencia para crear en ese mismo instante una escritura libre”. Y podemos seguir la pendiente fatal hasta el mercado de las novelas comerciales, que se limitan a preparar comidas blandas con restos: la misma mitología, realismo social en diversas dosis, un poco de psicología banal y la misma escritura clásica. Más o menos distorsionada, y, por supuesto, más o menos competente.

Fue sólo a mediados del siglo XIX, por lo menos en Francia (en otros lugares, ocurrió como si nada hubiese pasado) que algo se fracturó en ese contexto: el escritor cesa, aquí y allá, de ser “un testigo universal” para convertirse en “una conciencia desdichada”. Si el arte clásico era “una circulación sin resabios”, como la de un río artificial, de un canal, a partir de ese momento, los depósitos se acumulan. Lo vemos, por ejemplo, en el narcisismo de Chateaubriand, en la tecnicidad de Flaubert, en la nada de Mallarmé: el predominio del yo-creador, una problemática del lenguaje o bien la ausencia total del mundo, un idealismo absoluto, la abolición de toda materialidad, la creación de “baratijas de la inanidad sonora”. Estas tres “posiciones” tendrán asimismo su descendencia: esta vez no en la novela comercial, sino las contorsiones psico-mentales del “genio” personal, la obsesión del lenguaje (ya no es el Gran Estilo, el cliché decorativo, la metáfora monumental, sino logorrea sin fin), y la poesía como un “encantamiento” vacío, una máquina de inanidad que gira eternamente en torno a sí misma.

La única “salida” para esta situación, estas posturas y el último avatar de todo este desarrollo, el “grado cero de la escritura”, en otras palabras “la escritura neutral” o “la escritura blanca”: la de Camus en El extranjero. Estamos presenciando un intento de “alcanzar un objeto absolutamente privado de Historia”, “encontrar la frescura de un nuevo estado     del lenguaje”. Pero sólo estamos a las puertas de la “Tierra Prometida”, es decir, “a las puertas de un mundo sin literatura”.

Alcanzado este estadio, el propio Barthes inventa la semiología, es decir, la ciencia general de los signos, de los significados, basada en la lingüística estructural. Si, en las manos de epígonos científicos, la semiología pudo degenerar rápidamente, para ser otra cosa que el estudio semiótico-lingüístico de cualquier literatura (estudio ciertamente más inteligente y más interesante que las mismas literaturas, pero muy limitadas), en manos de un practicante clarividente, como un estudio de todos los signos dispersos en el universo, ella se representa una libertad, una apertura inmensa. Pero quien diga “signo” permanece indudablemente unido, por abstracto que sea, a las mitologías establecidas, a los contextos psico-mentales constituidos. Y sigue siendo la cuestión de una poética, un lenguaje que implica todos estos signos, al menos los más significativos de ellos.

En lugar de sólo estudiar la literatura, un cierto contexto literario, ¿sería posible extender el concepto mismo de literatura, para abrir un otro contexto?

Encontramos elementos de respuesta en el propio Barthes.

Refiriéndose a la literatura, a la escritura preclásica, la del siglo XVI, por ejemplo,  habla de “los hombres todavía comprometidos con un conocimiento de la naturaleza y no con una expresión de la esencia humana”, y de un “proceso de investigación aplicado a todo el mundo”. En otro lugar, y en su nombre, habla de “la inmensa frescura del mundo actual” y de “la primera frescura del discurso”. Si recordamos asimismo otros “signos”, otras oraciones que salpican su texto, como “geología existencial”, tenemos al menos una aproximación de lo que yo llamo geopoética.

 

 

3. Primeros bocetos de escritura geopoética

Consideremos (reconsideremos) algunos ejemplos de lo que acaba de abordarse en algunos autores de los últimos dos siglos en Occidente.

Lo que en los libros de texto literario se llama pobremente “romanticismo”, abre un terreno inmenso, bastante confuso, pero con ideas muy reveladoras, halladas con más frecuencia en cuadernos de notas, que en obras concluidas. Es así como en Novalis, excluyo los Himnos a la noche, para interesarme en su evocación sobre la “escritura críptica” de la Naturaleza: “Los hombres siguen diversos caminos. Quienquiera que los siga verá aparecer extrañas figuras. Figuras que parecen pertenecer a la gran escritura críptica que hallamos por doquier: en las alas de los pájaros, en las nubes, en los cristales...” Asimismo me intrigó en él la intuición de un género de libro que no era la novela, incluso romántica, sino otra cosa: “El arte de escribir libros todavía no se ha inventado, pero está a punto de serlo.”

Con sus “hojas de hierba” que vuelven al principio, Walt Whitman también estaba buscando otro tipo de libro. Se declaró dispuesto a renunciar a todo lo que se entiende normalmente por poesía (emoción, pasión, sentimiento, expresado por medio de una  esmerada prosodia...) si tan solo lograba hacer “la ondulación de una ola, la respiración del océano”. Si una gran parte de su trabajo está marcado por un hegelianismo (Weltgeist, destino nacional) traducido al yanqui, su escritura democrático-caótica que acumula a diestra y a siniestra informaciones e intuiciones que tienen por objeto entrar en un espacio, llamémoslo prototo-geopoético. Lo que mejor formuló su programa fue un poema escrito en 1881 durante una visita a Platte Cañon, en Colorado:

 

 

Espíritu que modeló este paisaje

Este caos de rocas ásperas y rojas

Estas audaces cimas que se alzan hacia el cielo

Estas  gargantas, estos riachuelos turbulentos y claros, esta frescura desnuda

Estos arreglos desordenados y caóticos, hechos sin ningún orden sino el suyo

Yo te conozco, espíritu salvaje – hemos estado en contacto

Yo también, hago arreglos como esos, por ninguna razón sino la de ellos

¿No reprocharon a mis cantos la falta de arte?

¿No respetar las normas precisas y delicadas?

¿La medida de la letra, la gracia lograda del templo, la estética pulida del

     arco y la columna?

Pero tú que te regocijas aquí – espíritu que creó este paisaje

A ti, ellos no te han olvidado.

 

Aquí, el Weltgeist (El Espíritu del mundo) de Hegel se ha vuelto geológico.

Muy cerca de Whitman, pero más bien en la oscuridad del bosque y no en el ajetreo de los bulevares, se encuentra Henry Thoreau, cuyo Diario constituye, a pesar de un gran número de contradicciones, un enorme proyecto geopoético. Thoreau quiere escribir la “historia natural” desde un punto de vista nuevo, desde una nueva perspectiva, considerando, no una “poética naturalista” (poética cuyas huellas se encuentran, por ejemplo, en John Muir), sino, más radicalmente, una escritura-natura. Para hacer esto, trata no sólo de deshacerse de todo el repertorio de la retórica, sino de retroceder, por debajo de la moral, por debajo de lo simbólico, por debajo de cualquier pregunta metafísica: “La Naturaleza no plantea interrogantes y no responde las preguntas que el Hombre puede hacerle. Thoreau quiere vivir “lo más lejos posible” y escribir como viaja el viento y como crece la hierba.

A principios del siglo XX, en 1908 para ser exactos, Ezra Pound heredó los cuadernos de Ernest Fenollosa, cuadernos llenos de notas sobre pintura, literatura, los idiomas chino y japonés. Pound publica estas notas y las publica bajo el título El carácter de la escritura china como medio poético. Para Fenollosa, el sistema intelectual occidental era “una construcción de ladrillos”, fundada en una lógica de clasificación (de allí la lentitud para aceptar la noción de evolución). En este sistema, no sólo la mente “dejaba de pensar la mitad de lo que quería pensar”, sino que “la Naturaleza se parecía cada vez menos a un paraíso y cada vez más a una fábrica”. Para resolver el bloqueo, para flexibilizar la lógica habitual, Fenollosa proponía, en primer lugar, una pasantía por la escritura ideográfica y luego una nueva revisión de las lenguas occidentales. Allí donde, en las lenguas fonéticas occidentales, las raíces de las palabras están ocultas, en la escritura china, son evidentes: por ejemplo, el concepto “Oriente” está escrito con dos ideogramas combinados: “sol” y “árbol”. Nos encontramos ubicados en el universo, y al mismo tiempo que la idea despierta en la mente, los sentidos se estremecen con la imagen: la inteligencia es sensible y está alerta. Evidentemente, es la etimología, la que hace que esto sea posible en las lenguas occidentales. Por ejemplo, según Fenollosa, el verbo inglés be (“ser”) proviene de la raíz bhu, que significa “crecer”. Esto renueva considerablemente esta noción de “ser” que ha sido el origen de tantas construcciones filosóficas en Occidente, y la devuelve, por así decirlo, a la Tierra y al movimiento. Se tratará de subir por la vía lingüística, para ingresar a un campo de la vida, practicando “una estenografía aguda y pictórica de las operaciones de la naturaleza”. Así es como el arte dará lo que puede dar: una repentina sensación de liberación, una repentina sensación de crecimiento.

En el intento ideográfico de alcanzar los primeros elementos, hacia un movimiento inicial, corresponden los ensayos de Nietzsche, él comienza por analizar, capa por capa, la cultura acumulada durante siglos, con el fin de afianzarse en tierra firme. Eso ocurre en particular en la meseta de Engadin, a seis mil pies por encima de la época y de la humanidad, allí donde el aire es fresco, donde las corrientes rápidas abundan, donde el espíritu conoce una transparencia estimulante. Dejando atrás de él toda la literatura nacida-muerta, sin inspiración, Nietzsche concibe los libros llenos de un pensamiento palpitante y de escritura sobresaltada, salpicados aquí y allá de páginas que, como resultado de orgías mentales, se extenderían como campos de cebada bajo el viento y el sol. “¡Hermanos, manténganse fieles a la tierra!”

Barthes había celebrado la agrafía absoluta de Rimbaud. Era ignorar que Rimbaud había pasado de la agrafía a la geografía. En efecto, quien había buscado “el lugar y la fórmula” sin encontrarlos y había abandonado el “arte”, había terminado escribiendo textos sobre la meseta de Abisinia, sobre el desierto de Harar: “Ogaden, la región central del país, cuya elevación promedia es de 900 metros, sería, según las informaciones de Sottiro, una vasta región de estepas: después de las lluvias ligeras que caen en la tierra, encontramos un mar de hierba alta, interrumpido en algunos lugares por campos de guijarros...”

Más cerca de la escritura ideográfica, propiamente dicha, que Nietzsche, a la que describe como “símbolos desnudos flexibles adaptados a la forma de las cosas”, y de los cuales dirá, siguiendo, de estela en estela, las huellas de la Tierra Amarilla, que ellos despojan “las formas de la inteligencia humana en movimiento, convertidas en el pensamiento de la piedra de donde proviene el grano”, Victor Segalen, disgustado por la “compasión literaria” de la que se satisface nuestra sociedad, se acerca a la meseta del Tíbet, teniendo en mente una prosodia “que nacerá del propio país”.

Constatamos pues que lo que yo llamo “escritura geopoética” ha existido por algún tiempo, aquí y allá, al menos de forma embrionaria, a menudo mezclada con otras formas, estilos y concepciones.

Ha llegado el momento de intentar, al reunir estas fuerzas dispersas, de avanzar más en este terreno, en este territorio.

 

 

4. El campo del gran trabajo

En dos ensayos, Vocabulario estético (1946) y Babel (1948), Roger Caillois se opone a lo que él considera “un desprecio por la literatura por parte de los literatos”, al ver sólo perversión en lo que algunos de ellos llaman revolución, y, por otro lado, únicamente orgullo, impostura y confusión.

En una palabra, hay algo podrido en el estado de la literatura, en la “república de las letras”, incluidos aquellos que quieren “alcanzarla”.

Preocupa asistir a otro “debate intelectual”, a otra polémica inter-literaria, pero Caillois observa las cosas desde más lejos, desde lo alto. La crítica la acompaña de un análisis, y el análisis lo acompaña de principios y proposiciones.

Él comienza abogando el uso responsable de la palabra y defendiendo el “oficio de escribir”. Contra la expresión de “la vida”, el impulso de los “instintos”, la inmersión en el inconsciente, Caillois se aprovecha de la claridad, de la inteligencia, de la razón, de la lucidez, de la coherencia, de la disciplina, incluso de la retórica, del artificio, de la convención. “Lo admitiré sin rodeos, dice, en general, no tengo gusto salvo para la literatura edificante o mejor dicho forjadora, con el fin de mantener la importancia arquitectónica del epíteto. Es la única que parece haber alcanzado una grandeza estable. El resto sigue siendo entretenimiento; no hacemos otra cosa que distraernos. Y luego regresa a este punto: “A veces digo que estoy a favor de una literatura edificante. Corro el peligro que muchos imaginen que hablo como moralista: hablo como albañil.”

Para prolongar la metáfora, el albañil lleva sus piedras a un edificio, es decir, a una organización humana y social, “un esfuerzo general de civilización”. Cuando la literatura pierde este contacto con un contexto más amplio (caracterizada, en los momentos de intensa cultura, por “una cierta unidad de inspiración”), cuando ella se vuelve autónoma, se instala la decadencia: no hacemos más la distinción entre la literatura edificante y literatura de entretenimiento, y ésta invadirá progresivamente todo el espacio; abandonada a sí misma, la literatura tendrá por lugar el vacío, universos cerrados sobre sí mismo; sin datos generalizables, la obra cederá a la expresión simple de la persona, esta última se reducirá a ser sólo un “alma adolorida y vengativa”.

Reflexionando, unos años más tarde, Caillois reconoció abiertamente que estas observaciones podrían ser excesivamente rigurosas e incluso injustas. Él no ignoraba el tipo de ortodoxia formal, e incluso de regimentación institucionalizada, a las que, en mentes menos inteligentes y menos abiertas que la suya, ellos podían llevar a cabo. Pero plantean verdaderos problemas, respecto a lo general.

Caillois se había comenzado a plantear estos problemas, alrededor de 1937, cuando abandonó el grupo surrealista para seguir los cursos de Marcel Mauss y Georges Dumézil en la Escuela Práctica de Altos Estudios, y sobre todo para fundar, con Georges Bataille y Michel Leiris, el Colegio de Sociología.

En su estudio, Les Civilisations : éléments et formes, Mauss hacía la distinción, de un lado, entre “una historia simplista, ingenuamente política”, y del otro, hacia la tendencia  de “uno más fuerte, más general y más racional”. Y en su “Fragmento de un plan de sociología general descriptiva” (1936), pidió una “sociología general intensiva y exhaustiva”, él avocaba por una “sociología general intensiva y exhaustiva”.  Mientras tanto, Dumézil, a través del estudio de idiomas y mitos, estaba abriendo todo el espacio indoeuropeo y, en especial, en compañía de sus amigos del Cáucaso y Anatolia, todo el territorio ubicado al noroeste de la civilización griega, todo el interior celto-escita del Mar Negro y del Mar Caspio (tierras de paso) donde encontró, entre otras cosas, asombrosos paralelismos entre la epopeya de los celtas y la de los osetios.

“Durante los últimos veinte años”, escribe Caillois en su Programa para un Colegio de Sociología (1937), vieron [...] uno de los mayores tumultos intelectuales imaginables. Nada duradero, nada sólido, nada que fundamenta: ya todo se derrumba y pierde sus aristas. Lo que su cofundador, Georges Bataille, iba a hacer eco al escribir unos años más tarde en Critique (n° 1, junio de 1946) que el Colegio había sido fundado por personas que “sentía que la sociedad había perdido el secreto de su cohesión”.

El énfasis está puesto en el acto de fundar, en las nociones de fundación y de fundamento. Caillois continúa: “De ello se deduce que convendría asimismo desarrollar [...] una comunidad moral [...]. El objeto preciso de la actividad prevista puede recibir el nombre de sociología sagrada, en la medida en que implica el estudio de la existencia social en todas aquellas manifestaciones donde emerge la presencia activa de lo sagrado.”

La primera noción fundacional, el primer elemento de cohesión social, que surge en la mente de estos sociólogos activos, es, por lo tanto, lo sagrado.

Caillois desarrolla su concepción de lo sagrado en su libro El hombre y lo sagrado de 1939.

Con el fin de “devolver a la sociedad una actualidad sagrada, indiscutible y convincente”, convenía en primer lugar, según Caillois, estudiar “las fuentes más profundas de la existencia colectiva” y los medios empleados por las sociedades para establecer una “receta” universal”, que permitiera compartir la dinámica y la estática y, al mismo tiempo, evitando a la sociedad la agitación (la dinámica desregular) y el estancamiento (la estática inerte). Durante mucho tiempo, eso era sin duda lo sagrado. Caillois distingue dos tipos de sagrado: la cohesión sagrada (representada por los tótems) y la disolución sagrada (representada por los dioses).

Así vivieron, y aún viven aquí y allá, las sociedades primitivas.

Pero ¿qué ocurre con la sociedad más compleja de hoy? Ésa es la pregunta. En esta sociedad, que se desliza hacia una uniformidad masiva, lo sagrado, cuando existe, se desmorona, se refugia en la interioridad del alma, no se manifiesta más públicamente sino bajo formas más o menos caricaturales.

¿Qué hacer, dentro este contexto?

Georges Bataille se sumergía en “la experiencia interior”, practicando a su manera, en su vida privada, el gasto y la disolución.

Michel Leiris iba a dedicarse, por un lado, a una etnología lúcida, por el otro, a una tauromaquia literaria.

La evolución de Caillois me parece más compleja, y más interesante.

Primero, se mantiene afuera, es decir, fuera de las disciplinas definidas, y fuera de los interiores algo confinados y “purpúreos” de Bataille.

            En su ensayo inaugural para el Colegio de Sociología, “El viento del invierno”, él anuncia que “una mala temporada, tal vez una era cuaternaria, –el avance de los glaciares– comienza para esta sociedad desmantelada, casi en ruinas”. Los sedentarios, continúa, se estremecen y calafatean – pero el nómada está afuera.

En otro texto, “La platine” (epílogo a sus ensayos críticos sobre “las imposturas de la poesía”), él evoca un “vasto campo abierto para el despliegue de una energía”.

Es aquí donde, dejando lo sagrado, comenzamos a acercarnos a lo geopoético.

Es en el “vasto campo” evocado por Caillois donde se puede realizar una obra –una obra poética de gran envergadura, y en la que, insisto, también se habrá eliminado de cualquier referencia a lo sagrado. “Estoy de acuerdo con que las ambiciones de una obra son extensas y excelentes”, escribe Caillois en Vocabulario estético. El poeta de esta obra no se limitará a su persona: “Él vincula su obra a un movimiento más amplio” (Babel). Y el último capítulo de Babel, que se titula “La gran obra” habla del posible efecto de transformación (fundamento y dinámica) que este tipo de obra puede tener sobre la sociedad: “Si la voluntad del artista se identifica con el deseo común, es la gran oportunidad del arte. Nace un estilo soberano donde cada obra en particular encuentra su espacio.”

Es en la obra de Saint-John Perse que Caillois encontró los primeros elementos de la poética que él buscaba.

A los ojos de Caillois, en primer lugar lo que caracteriza esta obra es su “magnífica soledad”. Es un “universo del exilio absoluto”, que se ubica al exterior, no sólo del mundo literario establecido, sino del dominio poético: aquí, no hay incoherencia gratuita, no hay juego sarcástico, no hay interioridad torturada, sino una poesía de la realidad, una poesía discursiva “¿Vimos alguna vez a un poeta más exterior?” pregunta Caillois.

En la soledad del exilio poético se crea una presencia del mundo, se crea una crónica de la tierra, una prosa de altura impulsada por el “ir y venir planetario e inmemorial” de la “ola eterna” (Caillois) que Saint-John Perse evoca en el Exilio III: “En todas las orillas de este mundo, amenazado por el mismo aliento, la misma ola amenazante...”

Esta poesía hace un llamado al mundo en su totalidad. Saint-John Perse es para Caillois, “el poeta de la primera época total”, época marcada por “una fragmentación del marco geográfico, histórico y cultural, establecido por las tradiciones y las distancias.” La obra representa así un “museo completo en el que se alinean, en extensas teorías, lo que el hombre ha concebido por doquier de extraño y más conmovedor.”

Este sentido del planeta, esta presencia en el mundo, está acompañado por un conocimiento enciclopédico, con una magnitud de datos que van desde “cosas de la tierra abierta, cosas de mar abierto” (palabras de oficio, referencias eruditas) hasta “mensajes silenciosos del mundo” (Caillois). Pero acumular informaciones es una cosa, saber cómo establecer conexiones es otra. Aquí encontramos la noción de “fundación” mencionada anteriormente: “Yo arraigué en el abismo y el rocío y el humo de las arenas. Yo me dormiré en todos los lugares insignificantes y descoloridos donde reside el gusto por la grandeza.” (Exilio)

El resultado no es sólo una sensación ampliada del mundo, sino una nueva cartografía del ser humano y del asentamiento humano sobre la tierra, basado en “una ciencia nueva” de “líneas inéditas”, que enarbola “la cima de alta pureza.”

Lugar privilegiado para el trabajo, “todas las playas de este mundo”.

 

5. En el litoral

Ahora paso a una presentación más “personal”, y menos grandilocuente, de todo este proceso.

En el transcurso de su infancia (por definición: falta de lenguaje adecuado), cada uno de nosotros pasa por varios contextos semióticos antes de alcanzar el nivel del lenguaje que nos acompañará a lo largo de nuestra vida y, en gran medida, determinarla.

Por mi parte, niño y adolescente, conocí especialmente tres.

El primer espacio fueron las calles de un pueblo. Escuchando a la gente que hablaba, estaba cada vez más convencido de que nadie entendía a nadie, que ningún argumento llegaba a nada, que todo se perdía en la nimiedad. Para salir de esta situación comencé a escribir textos: yo retomaba los elementos de las conversaciones que escuchaba y trataba de  escribir diálogos claros. Esta confrontación con lo que sentí como la confusión de mentes, ese interés por el diálogo, pudo, a la larga, haberme convertido en un escritor de teatro: pude haber creado dramas a partir de la confusión. Nunca fue una tentación, y mucho menos una intención.

El segundo “espacio semiótico” que conocí fue la cabina de controles donde trabajaba mi padre, un ferroviario: un lugar de códigos muy precisos, que debían respetarse escrupulosamente, si no, descarrilamientos, catástrofes. Este fue un primer acercamiento al lenguaje tecno científico, del cual admiraba la precisión, mientras me decía que habían eliminado tantos elementos de la vida. Años más tarde, leí una carta de Einstein donde él, mientras elogia las matemáticas, dice que extraña lo que llama “deliciosas rebanadas de la vida”, y que ése era el drama de lo científico.

El tercer espacio era doble.

Por un lado, estaba los alrededores del pueblo: campos, bosques, colinas, páramos.

En principio, fue el paisaje lo que me atrajo, y la sensación general me colmaba. Luego, la vida animal, cuyas huellas seguía, cuyos gritos imitaba. Y luego estaba el viento sobre el páramo. Formas y líneas (ramas de árboles, rocas), movimiento y espacio, energía y vacío combinaban para develar un “mundo” cuyo lenguaje estaba buscando.

Al otro lado, estaba la orilla, con su zona costera, sus mareas, los vuelos de gaviotas chillonas. Ahora bien, según un antiguo texto celta (La conversación de los dos sabios), “la costa ha sido siempre un lugar predilecto para los poetas”.

¿Por qué todo esto?

Porque hay ritmos y líneas complejas, siempre cambiantes, y porque se oye el rumor del mundo. Es algo de este orden de cosas, del cual se recuerda el Celta-atlántico Saint John Pese, el que escucha “el gran relato de las cosas por el mundo”, que trata de leer “las nuevas escrituras circunscritas en los grandes esquistos por venir” y que, en la búsqueda de una “autoridad” (una notable oratoria), se dirige así al océano: “Enséñanos, Poder, el verso más importante del primer orden, dinos el tono del primer arte, Mar ejemplar del primer texto.”

Estas son las premisas de lo que yo llamaría la litoralidad.

Lo que oímos en el litoral es una oralidad, y la invitación es al oído para introducir la oralidad en la escritura. Aclaro, escritura, porque hablando de oralidad, mi intención no es en ningún momento de regresar a la tradición oral. Yo creo, al contrario, en las virtudes y en las posibilidades de la escritura.  

Una de las principales funciones de la escritura es la de mantener, de perpetuar la memoria. La palabra se agota, se pierde en la confusión. La escritura cristaliza la palabra. Por sus cualidades de claridad, de concisión y de lógica, ella también hace evolucionar el pensamiento — mientras que en una sociedad con tradición oral, en la que ciertamente se mantiene la palabra, el pensamiento tiende a inmovilizarse, en la mera repetición religiosa y ritual. La escritura tiene por consiguiente una función tanto de memoria como de búsqueda. Esta función a menudo está vinculada a una estética, que depende de una cosmología. Sea que pensemos en los jeroglíficos de Egipto, en su espacio solar atravesado por pájaros proféticos; en la escritura china, originada en la contemplación del baile de las gruyas, en el movimiento de las serpientes, todas las líneas son la expresión del gran Tao cósmico; e incluso la escritura ogam de los países celtas, donde cada letra representa un árbol, las tres primeras letras, B (abedul), L (serbal), N (fresno) que indican el nombre del dios solar, Beleno.

Al evocar la oralidad en el contexto de la escritura, pienso en una escritura que no sea  demasiado ‟escrita”, una escritura, si pudiera decirlo, abierta. Como lo expresa Oscar Wilde en su ensayo El crítico artista: “La escritura ha hecho mucho daño a la escritura. Debemos volver a la voz. Eso fue lo que dijo Montaigne, en pleno Renacimiento : ‟Lo que me gusta es un discurso simple e ingenuo, tanto en el papel como en la boca; un hablar suculento y nervioso, corto y contundente, no tan delicado y arreglado sino impetuosa y brusca.” Y además es la preocupación de un escritor radical en el momento de la modernidad que llega a su fin: ‟El fonético de Europa y de América se está agotando, escribe Ossip Mandlestam (Voyage en Arménie), sus depósitos tienen límites. Hoy, los jóvenes ya están leyendo a Pushkin en esperanto. A cada uno sus gustos. ¡Pero qué advertencia!”

Antes de continuar por el litoral, una palabra sobre mi situación lingüística de base, por así decirlo, entre dos lenguas.

Me parece bastante obvio que, por múltiples razones (incluida la evolución histórica de la lengua), el inglés escrito es más ‟oral” que el francés. Por lo tanto, encontraremos, con menos frecuencia, en inglés el tono rimbombante, el estilo cuidado, el refinamiento excesivo que a menudo asociamos hoy en Francia con la escritura en general y con la poesía en particular (incluyendo a Saint-John Perse). En cambio, uno encuentra en la expresión inglesa del pensamiento una imprecisión, una debilidad, una repetición que no encontraremos en la precisión de la prosa francesa. Está en juego una práctica de la lengua y una estructuración de la mente. Lo ideal, como se dice, sería reunir lo escrito y lo oral, lo “artístico” (lo sofisticado) y lo prosaico, para alcanzar un estilo firme, vigoroso, pero al mismo tiempo móvil y abierto.

En el plano expresivo, no hay nada como moverse entre dos lenguas para alcanzar el sentido del lenguaje. Es como la conjunción de los ríos Dordoña y Garona que forman el Gironda, que corre hacia el océano.

En los últimos años, esta es mi situación entre el inglés y el francés.

En el umbral de otro idioma...

Desde hace mucho tiempo, nuestra cultura ha considerado el lenguaje únicamente como un “medio de comunicación”. Ella no se interesa sino por el Hombre en general, o bien, cuando el contexto metafísico o histórico ya no da más, por una proliferación de contextos humanos (socio-psicológicos) particulares. La relación con el universo, la posibilidad de un lenguaje-universo ha sido totalmente descuidada. No obstante, ese ha sido siempre el objetivo de las grandes culturas y de la más alta poética.

Desde el inicio de mis tentativas por escribir, tuve una vaga intuición. En mi primer libro, leemos esto: “No es la comunicación entre hombre y hombre lo que importa, sino la comunicación entre el hombre y el cosmos. Coloquen a los hombres en contacto con el cosmos y entrarán en contacto los unos con los otros.” El siguiente libro, habla de una “gramática de la luna, de la lluvia, de la nieve y del pino.” Y en un libro posterior, encontramos que el propósito de “gran trabajo” se halla en “adquirir los conceptos básicos de una gramática” y “buscar el camino de una lógica desconocida.”

¿Poesía? Ciertamente. Pero no “únicamente” poesía. Poesía, pero también lingüística fundamental, filosofía primordial.

Si en la segunda mitad del siglo XX, la lingüística se convirtió casi en la disciplina de referencia, esto ocurrió porque se suponía que ella nos iba a informar sobre las funciones y las finalidades del lenguaje. Sin embargo, en el “campo” que es mío, el de la poética, el del pensamiento poético, ella siempre me ha dejado con hambre.

Ciertamente, me interesó, incluso me fascinó, las Estructuras sintácticas de Chomsky (1957), este intento de descubrir los patrones básicos de las lenguas particulares y de lograr una gramática universal. Pero, incluso cuando este campo final comenzaba a despejarse, yo tuve la impresión de continuar siempre dentro de esquemas abstractos, sin obtener nunca una sensación de mundo, sin acceder a un campo sensible.

Tuve que esperar para conocer el trabajo de Gustave Guillaume para tener la impresión de tocar, algo a la vez general y sensible, en el campo lingüístico. Para empezar, me gustaba la crítica severa, teñida de humor, que Guillaume dirige a sus colegas : “un gran conocimiento combinando con un poco de compresión.” O incluso: “La lingüística se ha apartado de casi todas las cuestiones importantes que son de su competencia y, por lo tanto, ha distanciado de ella las mentes más profundas.” Lo que es primordial en Guillaume, y lo que, llevó hasta sus últimas consecuencias, provocaba un cambio de perspectiva, un cambio completo de orientación en las ciencias humanas, es que sigue insistiendo una y otra vez en el hecho de que “El hombre se siente presente en el universo y no solamente en frente del hombre.”

¿Cómo aumentar esta presencia ? ¿Cómo encontrar el lenguaje ?

Sin duda no, al menos esa es mi propuesta, comenzando por el texto (por ejemplo, intentando “deconstruirlo”), pero regresando al yo y tomando la ruta (sería la práctica “heurística” del viaje). No llegaríamos de esta manera a flexibilizar, a abrirlo? ¿No lograríamos suprimir al ficcionador, imaginándolo, a este intermediario que no deja de dar de lo real versiones reducidas y fabulaciones? ¿No debería practicarse tan a menudo como sea posible, y si es posible permanentemente, la meditación en lugares “desérticos”: tierras altas, costas, etc.?

¿Y no podríamos tratar de vincular esta meditación con diversos escritos ? Por ejemplo, he escrito oraciones devanagari en las arenas de las Landas o caracteres chinos en la nieve de los Pirineos. Hasta confundir la escritura hindú con las líneas de marea, el ideograma chino con las estrías geológicas grabadas en las rocas.

El sánscrito de las arenas, el chino de los acantilados...

Iniciarse en la escritura de la tierra, para escuchar el mundo no humano.

En la antigua práctica china, se insistía en la necesidad que tenía el escritor, el poeta, de realizar un trabajo “fuera de la escritura.” “Cuando compuse mis primeros textos, escribe Lu You, yo no buscaba sino la elegancia. Con el tiempo, comprendí mejor y mis textos me parecieron ganar poco a poco algo de grandeza. Los hallazgos aparecieron aquí y allá como piedras que emergen de la corriente y crean remolinos.”[1]

Regresemos al litoral físico.

El litoral, es ante todo un espacio abierto, un espacio de exterioridad, donde uno se encuentra frente a lo “abierto”, al universo. Luego, es un ruido, un rumor, unos gritos. Y luego, los ritmos, las líneas. ¿Cómo integrar todo esto (y más aún, porque un contexto natural es infinitamente sondable) en un texto ?

“Crear los nombres” (esta es la etimología de la palabra “onomatopeya”) ha sido seguramente una de las principales motivaciones en la formación de las lenguas. Pero en el uso que yo hago de la onomatopeya (imitaciones de gritos insertados en el texto, invención de vocablos no semánticos pero radicalmente sensibles) tengo menos necesidad de crear sustantivos que dejar hablar al universo. Por ejemplo, al intercalar gritos de pájaros, en mi texto humano, en lugar de hablar sobre ellos (lo que también puedo hacer ocasionalmente), yo les doy la palabra.

Pero luego, están los ritmos, las líneas. En mi práctica, la oralidad trata de ir de lo geológico a lo oceánico, y de las olas del océano a las ondas improbables. Eso ejerce una influencia (literalmente hablando) en la prosodia, en la composición misma del texto. En La Gran Ribera, por ejemplo, cada sección, cada “estrofa” es como una ola que se rompe.

He pasado y sigo pasando mucho tiempo en la orilla, escuchando ritmos, observando los patrones, las estructuras, las líneas. Y desde esas líneas, evidentes, podemos ir hacia esas líneas invisibles que la mente puede rastrear en el globo: líneas isobáticas, isobáricas, isotérmicas, isoclinas, isodinas, isoquenas, isonefélicas, conectando a través del planeta lugares similares por la temperatura, la presión atmosférica, la fuerza magnética, etc.

El resultado de todas estas investigaciones : un atlas sensible, la cartografía de un mundo abierto, un tectónicas de la Tierra.

 

 Kenneth White

(Extracto de Lettres aux derniers lettrés, Éditions Isolato, 2017)

 



[1] El resaltado es mío.