Para una mente lúcida y que tenga el sentido del posible, raras son las épocas de la historia humana que han sido realmente satisfactorias, aún menos alentadoras. El sentimiento general, la sensación general que se puede tener de la nuestra, en esta fin del siglo XX, es la del nada — un nada lleno de ruido y de furor, de discursos moralizantes, de estadísticas sociológicas, de montones de la pseudo cultura, de sentimentalidad empalagosa,  todo sobre un fondo de aburrimiento existencial.


Tal vez se trate de un vacuo entre dos civilizaciones, tal vez solamente de un espacio utilizado entre un vacio y otro todavía más vacio. Acabamos de salir de los -ismos, particularmente del marxismo y freudismo, y de ciertos cuadros estrechos establecidos por las ciencias humanas. Pero es para caer en el caravanserail de todas las facilidades.


Hemos llegado al final de la autopista, del «camino por hacer» del Occidente.


Antes de adentrarnos en caminos más complejos, antes de intentar abrir otro espacio más vivificante, propongo un esquema de esta autopista del Occidente.  Este esquema no apunta más que una cosa: permitirnos salir del alboroto cotidiano y situarnos con perspectivas largas. Procedamos paso a paso.

Son Platón y Aristóteles los que dictan las bases del discurso occidental: por un lado, el filósofo idealista por excelencia, amo de la metafísica, y por otro lado, el inventor de sistemas y clasificaciones. El hombre occidental es idealista, o nada, y soporta mal ese nada –se mueve entre un idealismo delirante y un nihilismo destructor. Para edificar un saber, divide, clasifica, guarda. Que la división y la clasificación sean útiles, eso nadie lo niega – sin embargo pueden, a largo plazo, revelarse reductoras, lo real las rebosa. Es pues el caso hoy en día. La sistemática de Aristóteles debe ser revisada. En el fondo, cualquier intento para categorizar lo real pasa por un tiempo de vida y luego inevitablemente, por un tiempo de muerte ya que cada época trae el lote de sus experiencias que inducen nuevos conocimientos. Al final, estos acaban por no entrar en los viejos marcos establecidos.  Llega un momento en que los viejos esquemas ya no funcionan, lo que tiene como consecuencia  un blocaje de la inteligencia. Hoy nos hace falta superar el sistema de Aristóteles y conseguir inventar nuevos marcos y concebir un nuevo espacio intelectual y cultural.

Pero no nos perdamos en las malezas. Intentemos primero ver el bosque todo entero tomando algunos grandes puntos de referencia. Regresemos a nuestra lectura histórica.

Sobre el discurso fundamental griego va a injertarse un discurso religioso (milenario y moral), el del cristianismo. En la Edad Media, en vez de las ideas de Platón domina Dios (originalmente es el acto cosmos-creador más bien que idea, pero la filosofía va a tomar partido «idealizándolo»); en vez de la dialéctica entre el ser humano perdido en la oscuridad de la cueva y la luz de las Ideas se edifica el paradigma Creador-criatura. Todo está situado en un orden jerárquico-transcendental, la tierra estando considerada como un valle de lágrimas, un lugar para hacer las  pruebas necesarias con el fin de merecer la vida eterna, la vida más allá de la muerte.

En el momento del Renacimiento, con el hecho de que se vuelve a descubrir a Platón y a Aristóteles, se asiste al resurgimiento de la mitología antigua, y emane toda una retorica divina que va a estorbar la poesía occidental durante siglos. Pero esta mitología (esas náyades de las fuentes, esas dríades del bosque) vehicula todas las formas de una nueva visión de la tierra e invita a volver a tomar un contacto del pánico. En la Edad de los Descubrimientos, esta nueva visión se nutre de la presencia de nuevos espacios de goce y proyección. Se proyectarán, justamente, sobre el «Nuevo Mundo» las creencias del cristianismo (toda la nomenclatura santa de las islas…) y los conceptos del clasicismo (Edad Media, Arcadia…). Sin embargo, sobre el terreno, el europeo está confrontado a cosas extrañas, a una naturaleza que no tiene cabida ni en las clasificaciones científicas establecidas, ni en los marcos políticos – se descuidará, se destruirá, se habilitará, se transpondrá, pero esta «materia nueva» queda por pensar. No está todavía pensada, a mi parecer, y no es la Modernidad la que llevará a cabo este trabajo.

La Modernidad, a mi parecer, empieza de hecho con Descartes, o más bien el cartesianismo. El paradigma ya no es el Creador- criatura como en la Edad Media, sino mas bien sujeto-objeto, y el proyecto del hombre moderno es preciso: convertirse en amo y posesor de la naturaleza. Descartes inaugura una concepción del tema que no es la del ciudadano griego o la de un miembro de una tribu primitiva. A medida que progresan la modernidad y el modernismo, este concepto va a reforzarse y afirmarse cada vez más. El tema va a convertirse de algún modo cada vez más subjetivo, encerrado en su propia persona y encerrado en su cine mental (hasta terminar en el sofá del psicoanalista) y el objeto cada vez más objetivo. Sigue pues una separación total del ser humano y de la tierra, una tierra que ya no es considerada como materia útil, para explotar. El hombre moderno ya no ve el bosque, sino que lo considera como tantas otras tablas futuras. Con su sentido empecinado de utilidad, no solamente pasa al lado de muchas riquezas que prodiga la naturaleza, pero también termina por serrar la rama sobre la que está sentado. El hombre moderno ha conseguido, hoy (¿fin de la Modernidad?), vivir de una manera completamente traumática, en un ambiente estéril, véase de pesadilla.

Sin embargo, desde el fin del siglo XVIII, con el Romanticismo, reacciones, protestas, sin duda altamente subjetivas, se producen. El sujeto toma conciencia de que está privado de todo. Asistimos a intentos  sentimentales y míticos de reencuentros con la naturaleza. Durante mucho tiempo, se recordará solamente los aspectos los más superficiales, incluso los más caricaturales, como la sentimentalidad excesiva, el ser desquiciado que cae en la locura, se suicida o que para protegerse, se encierra en el ensueño medieval.

A mi parecer, se descuidan demasiado otros aspectos como los intentos para salir de los marcos estrechos de las ciencias separadas por la invención de nuevas ciencias (biofísica, biopsicofísica…) o la investigación de nuevos recursos de expresión (como en Novalis). Muchos de estos intentos no tendrán éxito, dejando el romanticismo, también él, un terreno rico pero mal desbrozado. Solamente, intentos han habido, y ciertas quiebras, los grandes fracasos son a veces más interesantes que los pequeños triunfos.

Luego – y eso es de verdad la división de las aguas – viene Hegel, el último filosofo monumental. Para Hegel, que retoma toda la filosofía occidental, la «Idea» ya no está en «el cielo», fuera de la cueva, está en la Historia – la Razón está en marcha en el tiempo. Ya no se leerán pues poemas, se leerá sobre todo el periódico diario: la más alta función de la mente ya no es el arte, son las facultades para conceptualizar los acontecimientos. El Progreso, con una P mayúsculo, ha nacido. La Historia va hacia alguna parte: según las ideologías, hacia un súper-Estado (el proyecto prusiano), o hacia la felicidad de la mayoría (el proyecto liberal), o también hacia un Estado que llevará a la desaparición del Estado (el proyecto marxista). Este progresismo va a marcar todo el siglo XIX y gran parte del siglo XX. Es solamente desde hace algún tiempo que ya nadie cree en ello. Los países marxistas del Este quieren llevar a cabo un nuevo cambio. Los progresistas del Occidente ya no pregonan tan ruidosamente. En el Este, se agarran a identidades étnicas o religiosas, se convierten al capitalismo en las versiones más brutales. En el Oeste, sobre un fondo de desesperación tranquila, reina una mediocridad (convertida en mediocracia)  triunfante y demagógica.

¿No future?

Seguramente, la «autopista», tal como la veo, no llega a ninguna parte, sino a tópicos cada vez más simples entrecortados por un desastre aquí y allá (un Chernóbil a mano izquierda, una marea negra a mano derecha…) todo envuelto en una especie de alboroto cotidiano para hacer creer que algo está pasando en algún sitio. Frente a esta situación, ¿ya no queda nada por hacer? Podemos a veces sentir esta impresión. Sin embargo, toda vida individual necesita hacer más con sus energías. Para realizarse así, cada uno debe rencontrarse con sus orígenes, descubrirse otras fuentes de inspiración, aventurarse hacia otros senderos del sentir. Este proceso no es fácil ya que ¿cómo orientarse en cuanto uno intenta salir de la «autopista» de la que acabo de esbozar el esquema?

Desde el fin del siglo XIX, algunos pensadores particularmente vigilantes y clarividentes ya se habían planteado este tema, teniendo en cuenta que habían presentido adonde nos llevaría esta «autopista del Occidente», y dibujaron a su manera las primicias de un nuevo campo de fuerzas. Es Nietzsche haciendo el análisis del nihilismo y Rimbaud burlándose de la marcha del tiempo: « ¿Porqué no se giraría?». Otra cosa intenta empezar, fuera de los marcos establecidos y de las clasificaciones reconocidas. «Quedaros fieles para con la tierra», aconseja Nietzsche, pensador, pero también poeta, y cuya reflexión está apoyada y respaldada por lecturas científicas; y Rimbaud (que, también él, se nutre de ciencias) declara: «Si algo me gusta, no es más que la tierra y las piedras.» Ahí están los principios de la geopoética, en una especie de geología mental. Conocemos el destino trágico de estos dos hombres. En cuanto ha salido de la «autopista» para aventurarse en el espacio  descuidado por ella, el nómade intelectual que se muda en geopoeta tendrá dificultades para abrirse camino: arrastra una herencia y la sociedad no parará de intentar, de una manera o de otra, acallarlo ya que, abriendo un área más ancha, molesta profundamente. Después, claro, se lamentará la suerte que tienen los poetas malditos y  los pensadores incomprendidos, al mismo tiempo que se continúa a no entender nada, con buena conciencia. Lo que hace falta, al contrario, es analizar los errores, llegado el caso, intentar ver hasta donde querían llegar y prolongarlos.

(Fragmento de Plateau de l’Albatros, 1994)

Kenneth WHITE

(Traducción : Manuela Gorris Neveux)